Laura Gispert · Music Supervisor
Dicen que Stendhal se desbordó en Florencia, colapsado por una sobredosis de belleza. Hoy su nombre designa ese vértigo estético que ataca frente al arte sublime, sea cual sea su forma. A lo largo de la historia, la belleza ha tomado forma en mármol, palabras o pinturas. Pero tal vez sea la música la que mejor logra arrancarla del alma, sin necesidad de intermediarios. Es un arte que no solo se percibe con los sentidos, sino que también se siente a un nivel emocional, e incluso físico. ¿Por qué ciertas melodías nos conmueven? ¿Por qué algunos acordes nos parecen «bellos», mientras que otros nos inquietan o nos provocan tensión?
La belleza en la música no está solo en la estructura o en la técnica, sino en la emoción que transmite, en la forma en que resuena dentro de nosotros. Hay piezas perfectamente compuestas que pueden parecer frías, y otras que, con apenas unas notas, nos atraviesan el alma. La idea de «belleza» no siempre se puede racionalizar, pero se siente de forma indiscutible. Para mí, la música es una de las pocas vías por las que se puede experimentar una forma de belleza pura, sin necesidad de atarla a significados concretos.
Cuando escuché por primera vez Immensità, de Andrea Laszlo de Simone, sentí, como Stendhal, algo que me desbordaba: una inmensidad interna que, al cerrar los ojos, se proyectaba hacia afuera, como si el espacio alrededor también se expandiera. Era belleza, sin necesidad de verla, solo percibirla. Una belleza pura, casi arquetípica, que resonaba con esa idea colectiva que todos tenemos de lo que es bello. Esa primera impresión me llevó a indagar más sobre Andrea, su música y sus ideas. Y, como sospechaba, Immensità era una oda al sueño y al abismo, a la vida y a la muerte. Una exploración de lo sublime. Todo el concepto estaba ahí, presente, cuidado al milímetro. Y entonces lo entendí: aquella sensación tan física, tan emocional, tenía forma porque era belleza en su estado más esencial. Una belleza que no se razona, solo ocurre. Como la música.
Intentando ponerle palabras o sentido a esas emociones, di con la Crítica del Juicio de Immanuel Kant (1790), donde distingue dos formas de belleza: lo bello como lo armonioso y placentero, y lo sublime como aquello inabarcable, tan vasto que nos sobrecoge sin llegar a asustarnos. La belleza de lo sublime puede encontrarse en el océano, el universo o una montaña descomunal: cosas que nos confrontan con nuestra pequeñez y con nuestra capacidad de comprender lo infinito.
Pero Immensità no es solo una canción. Es una Suite contemporánea compuesta, producida e interpretada por Andrea Laszlo de Simone, cantautor italiano que, a sus 39 años, es capaz de fusionar las atmósferas de Ennio Morricone y Brian Eno para regalarnos piezas como esta. Y lo de Suite no es una etiqueta arbitraria: Laszlo de Simone estructura esta obra como una Suite clásica, con cuatro movimientos que forman una unidad continua, episodios musicales interconectados. La Suite tiene una duración de 25 minutos y 15 segundos, y la forman cuatro capítulos (Immensità, La nostra fine, Mistero y Conchiglie), con preludios e interludios (Il sogno, La realtà, Lo spazio, e Il tempo). Él la plantea como una «alegoría del universo», una obra que habla de «la conexión entre la realidad tangible y la vastedad del cosmos, la disolución de los sueños en la inmensidad». Nuestro pan de cada día.
Los cuatro capítulos de la Suite, parecen trazar un recorrido por distintas fases de la experiencia humana: desde el sueño hasta la aceptación de la muerte, reflejada en los pequeños detalles de la vida.
El artista mezcla lo analógico y lo digital para construir una belleza sonora atemporal. En lo melódico, aparecen acordes suspendidos en el aire, silencios que respiran paz, sonidos cotidianos como la lluvia, el viento o una respiración, que nos anclan a lo más cercano. La repetición de tempos y motivos en las letras, estructura las canciones como si fueran una danza, creando una especie de proporción invisible entre ellas. Es una belleza que crece sin cesar, que contrapone lo sinfónico con lo íntimo, lo cósmico con el yo.
Capítulo I – Immensità
La Suite empieza con una nota sostenida en el aire durante más de un minuto, mientras vientos de metal se dejan caer marcando un tempo lento. El preludio llamado Il sogno, nos evoca directamente al Also Sprach Zarathustra de Richard Strauss, banda sonora de 2001: A Space Odissey (Stanley Kubrick, 1968). ¿Casualidad? No lo creo.
Desde el primer segundo, la música nos envuelve en melodías de un azul oscuro intenso, casi violáceo, con una instrumentación clásica. A partir del segundo minuto, entra una percusión más moderna, marcando el tempo nostálgico del pop italiano de los años 60, que da paso al inicio del primer capítulo, Immensità. Segundos más tarde, una voz suave y filtrada, parece hablarnos directamente al oído. Y como si fuéramos astronautas flotando en medio del universo, esa voz nos acompaña y convierte lo inmenso en un lugar habitable.
Nos encontramos ante un himno al infinito. Este primer capítulo, desde la primera escucha, me invadió por completo. Su tono, solemne y expansivo, es capaz de transportarnos de inmediato a una atmósfera cinematográfica que abre espacio. Las progresiones armónicas de cuerdas y sintetizadores, suaves y envolventes, contrastan con la voz de Andrea Laszlo de Simone: íntima, casi susurrada, como si sembrara una semilla emocional que marca el inicio del viaje.
«Non si può spiegare» (no se puede explicar), repite una y otra vez, reforzando esa idea kantiana del juicio estético: la belleza no se razona, se siente.
«Immensità non ha fine, non ha età» (la inmensidad no tiene fin, no tiene edad), canta más adelante, y con esa frase deja caer una verdad profunda: lo sublime no tiene límites, y su eco puede habitar incluso en lo más cotidiano.
Capítulo II – La nostra fine
Llegamos a un interludio difuminado, recuperando las notas sostenidas armonizadas que crean una atmósfera envolvente. Entonces llegan las primeras notas marcando una melodía sencilla y nostálgica pero esperanzadora. La voz predica que «arriva la nostra fine», un leitmotiv que, tras un fundido espeso, da paso al segundo capítulo de la Suite. En este movimiento pasamos de la belleza de lo inmenso a la melancolía del final, a la pérdida, el adiós. Pero desde un punto de vista sereno. La melodía camina con un ritmo lento, casi pensativo, con acordes suspendidos que evocan el paso del tiempo. De nuevo la canción italiana clásica está muy presente, donde melodías suaves nos cuentan con dulzura el final de este cuento que es la vida.
Las notas de guitarra de esta pieza evocan a la soledad de una casa vacía. La instrumentación crece con fuerza a medida que avanza el tema, terminando de una forma abrupta, como la muerte. Adiós.
Capítulo III – Mistero
Y volvemos a entrar en un interludio de fantasía guiado por acordes de piano y breves apariciones de flautas traveseras que inundan de polvo de hadas el vacío que ha dejado el segundo capítulo de la Suite. Este interludio —Lo spazio— termina con unas interferencias que me gusta llamar «eólicas», ya que parecen un torbellino gris del que, segundos más tarde, se abren paso violonchelos interpretando unas progresiones en staccato. Como rayos de luz, la voz susurrada de Andrea sigue abrazándonos de una forma amable, mientras poco a poco se suman a la fiesta más elementos: sintetizadores, arpegios de violines, coros, y una percusión que marcará la pulsación a negras hasta el final de la pieza.
Este capítulo es mucho más experimental en cuerpo, forma e intención. Superpone capas sonoras y disonancias sutiles que nos hacen flotar sin rumbo, hacia algo desconocido y no resuelto. Misterio. Es aquí donde todos los instrumentos desaparecen y nos encontramos ante un silbido y un piano que poco a poco se desvanecen dando paso a un placentero ruido de lluvia. Esa lluvia que traían los torbellinos de aire del interludio pasado. Y así damos paso a Il tempo, el último interludio que nos llevará al capítulo final de la Suite.
Capítulo IV – Conchiglie
Donde las palabras no llegan, lo hace la música. Y este cuarto y último capítulo es uno de los mejores ejemplos de ello. Es ternura. Es la conexión entre lo cotidiano y la eternidad en base a objetos frágiles y mundanos como una pequeña concha —conchiglie— de la playa. Esta pieza juega con la dualidad todo el rato: orquestación expansiva pero íntima, coros casi eclesiásticos junto a la voz principal susurrada que de Simone interpreta durante toda la Suite, notas a piano que flotan en el aire y el tic tac de un reloj que marca el vaivén del tiempo. Estos elementos y la melodía que los violines trazan sobre los arpegios de piano y guitarra acústica, son como una tarde de lluvia de verano, como acunar a un bebé que respira relajado entre almohadas.
Y Andrea canta «siamo solo conchiglie, sparse sulla sabbia» (solo somos conchas esparcidas por la arena). Pequeñas caracolas frágiles que se adaptan en un entorno moldeable. Lo inmenso ya no está fuera, sino que es algo cercano, es nuestro día a día. El objeto más cotidiano es ahora un símbolo de la inmensidad del universo, de lo eterno.
Finale
Para cerrar el círculo, y tras otro sonido de lluvia, volvemos a la instrumentación clásica que servía de apertura de la Suite. Esta vez, los coros propios de una ópera de Wagner cantan intensamente como si una marcha de diablos nos abriera las puertas del abismo. Con este final, el cantautor italiano nos recuerda que la vida es enfrentarse a lo inabarcable sin dejar de experimentar a través de la belleza, y reconectar con el mundo desde el asombro ante las pequeñas cosas.
Escuché esta obra hace años (2019) y me sigue acompañando allá donde voy. La escucho cuando estoy triste y cuando estoy feliz. Sigue revelando en mi ese espacio interior y exterior que reveló el día que la descubrí. La recomiendo a todas aquellas personas con las que me cruzo y me confiesan que les gusta la música. Que les gusta de verdad. Porque creo que este tema de Andrea Laszlo de Simone consigue hacerte respirar profundo. Consigue llegar a lugares que nada puede abarcar. Es cierto que hay quien vive esta sensación catártica con otras experiencias: la pintura, la literatura, la naturaleza, o incluso el fútbol. Pero la música tiene una cualidad especial: no necesita representación, palabras ni formas concretas. Solo es, y nos atraviesa sin pedir permiso. Quizá porque es un arte que vibra en el tiempo y en el cuerpo, que nos envuelve completamente. No es algo que miramos desde afuera, sino algo en lo que nos sumergimos. Quizá por eso ciertas melodías nos conmueven y nos parecen bellas. Quizá por eso la música es la emoción más antigua del mundo.